Este 2015 marca mi décimo aniversario como narrador. Hace cuestión de diez años decidí diversificar mis actividades creativas añadiendo a mi condición de dibujante e historietista la de fabulador. Por ello, quiero dedicar especialmente estos próximos meses a ir recopilando en este blog algunos de los relatos ya publicados a los que se añadirán otros completamente inéditos. Para empezar os ofrezco uno titulado "El hombre en el río" aparecido en Breve inventario de magia (2009).
EL HOMBRE EN EL RÍO
«Going
up that river was like travelling back to the earliest beginnings of the world » Heart of darkness, Joseph Conrad
No era una criatura acuática. De eso estaba seguro. Desde la orilla más bien parecía una corteza hinchada y hueca que la corriente arrastraba río abajo hacia un destino incierto. Cuando Jonás lo vio acercarse, ya hacía un rato que había dejado la caña a un lado y estaba haciendo saltar guijarros para distraer la tarde. Llevaba los pantalones remangados hasta las rodillas y tenía los pies metidos en el agua. En la distancia no podía adivinar con certeza que tipo de cosa era aquel pecio negruzco, sin embargo supuso lo peor y se estremeció.
Al final, habían llevado a cabo sus amenazas. En el pasado no habían sido sino bravatas frente a los forasteros en la época de las fiestas en el pueblo, cuando el alcohol envalentona a las gentes. Después vinieron los primeros incidentes, alguna que otra reyerta que había acabado con más de un moratón y algunos huesos maltrechos. Para ellos el río no significaba gran cosa, pero ahora lo llamaban ‘su frontera’, y estaban dispuestos a defender a vida o muerte aquella orilla del río, como si una fuerza caprichosa se hubiera empeñado en ponerlo justo allí en medio, para separar sus tierras del resto del mundo. Sin embargo, Jonás, que pasaba tantas horas junto a aquella corriente, sabía que el río hablaba un lenguaje tan viejo que ya nadie era capaz de entenderlo. Era la misma letanía acuosa y soñolienta desde el comienzo de los tiempos, cuando no había otro límite que el del horizonte ni otro idioma que el de las bestias.
Jonás pensó que tenía suerte de vivir en esta parte, aunque nunca pudiera ser uno de ellos. No tenía ni el aplomo, ni el coraje, ni las ‘luces’, decían. A él también le provocaban un pánico casi irracional. Contuvo la rabia y el miedo para no gritar, a fin de cuentas, él también necesitaba, para sobrevivir, el aire hostil de aquel mundo empequeñecido y asfixiante.
Miró a su alrededor para asegurarse de que seguía solo. La casualidad quiso que aquel día llevara puesto el traje de los domingos que también era, irónicamente, el de los entierros. Sin pensar por un momento en quitárselo, se adentró en el río para llegar hasta el cuerpo. Cuando lo alcanzó, a Jonás le temblaba cada parte de su ser y había roto a llorar. Entonces, metió en el agua sus manos enormes, grandes como insólitas criaturas cefalópodas escarbando en el limo. Aquellas mismas manos que acariciaban a Elena, que cargaban los sacos de grano en la aceña, que un día amortajaron a su madre. Ahora recogían del fondo puñados de aquellos cantos redondos y pulidos por el tiempo. Llenó con ellos las vestimentas que envolvían aquel cuerpo sin vida hasta que quedó anclado al lecho en un lugar equidistante de ambas orillas. Jonás salió a toda prisa del agua y huyó del lugar antes de que nadie pudiera verlo. En el río, el cadáver quedó en una extraña pose, recostado como quien espera paciente la eternidad. Parecía encarar con tristeza el horizonte mientras el atardecer incendiaba la tarde.